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Sobre Este Maestro..

Ajahn Anan Akiñcano nació en la provincia de Saraburi, Tailandia, el 31 de marzo de 1954, con el nombre de Anan Chan-in. Desde joven acompañaba a sus padres al templo local, participando en las ofrendas y sintiendo una profunda fe al contemplar las imágenes del Buda.

Tras finalizar sus estudios, trabajó como contable en la Siam Cement Company, pero su interés por el Dhamma crecía cada vez más. En su tiempo libre comenzó a visitar monasterios y a practicar meditación, sintiendo que esa era la verdadera dirección de su vida.

El 3 de julio de 1975 se ordenó como monje bajo la guía de Ajahn Chah Subhaddo, recibiendo el nombre en pali Akiñcano, que significa “sin posesiones” o “sin preocupaciones”. Durante los primeros años de vida monástica residió en Wat Nong Pah Pong, el monasterio principal de Ajahn Chah, donde fue uno de sus asistentes cercanos y recibió un entrenamiento riguroso en la tradición del bosque (Kammaṭṭhāna).

Posteriormente emprendió un largo período de práctica solitaria en los bosques de Tailandia, enfrentando condiciones difíciles —incluyendo enfermedades como la malaria— con determinación y fe.

En 1984 fundó el monasterio Wat Marp Jan (Monasterio de la Montaña Iluminada), en la provincia de Rayong, estableciendo una comunidad de monjes dedicada a la práctica de meditación y a la enseñanza del Dhamma en la tradición de Ajahn Chah.

Con los años, Ajahn Anan se ha convertido en uno de los maestros más respetados de la tradición Theravāda del bosque tailandés, conocido por su claridad, compasión y presencia serena. Sus enseñanzas ponen el acento en la atención plena (sati), la investigación directa de la mente, la moderación y la aplicación del Dhamma en la vida diaria.

Actualmente, Ajahn Anan supervisa numerosas ramas de Wat Marp Jan en Tailandia y en el extranjero, guiando tanto a monásticos como a laicos en el camino del despertar y la liberación del sufrimiento.

El Dhamma ante la depresión

En las enseñanzas de Ajahn Anan Akiñcano, la depresión no se presenta como un enemigo que deba ser ‘eliminado’, sino como una manifestación de la mente confundida, atrapada en la identificación con el “yo”. El maestro nos recuerda que la mente, en su estado natural, es clara, tranquila y luminosa, pero cuando se mezcla con pensamientos, deseos o recuerdos, se enturbia como el agua a la que se le añade color.

Desde la perspectiva del Budismo Theravāda, la depresión es una forma de dukkha, el sufrimiento que surge de aferrarse a las experiencias, de querer que sean diferentes de lo que son. En lugar de luchar contra estos estados, Ajahn Anan enseña a observarlos con atención plena (sati), reconociendo:

“Esto también cambia, esto también pasará.”

Al contemplar de este modo, la mente aprende a separarse de sus contenidos, comprendiendo que los pensamientos y emociones no son el yo, sino fenómenos condicionados que surgen y cesan. En ese espacio de observación surge sabiduría (paññā), y con ella, ligereza y aceptación.

El maestro aconseja recordar al Buda, al Dhamma y a la Sangha, cultivar el bien, practicar la generosidad y ejercitar el cuerpo y la mente para que recobren energía.
A veces también ayuda hacer algo sencillo y humano: salir a caminar por el campo, contemplar la naturaleza o dedicar un rato a algo que nos guste. No para escapar, sino para dar a la mente un respiro, permitirle suavizarse y renovarse.

No se trata de negar la tristeza, sino de transformarla en comprensión: incluso las emociones más dolorosas pueden ser el punto de partida hacia el despertar.
Ajahn Anan nos invita a ver la depresión como una puerta hacia dentro, una oportunidad para profundizar en la práctica y en el conocimiento de la impermanencia.

Así, el Dhamma se convierte en el verdadero remedio: no suprime el sufrimiento, lo ilumina.

“La verdadera felicidad en la vida comienza dentro de cada uno de nosotros.
Cuando practicamos de acuerdo con estas enseñanzas, surge una comprensión clara en el corazón.
Siguiendo este camino, llegamos a experimentar una felicidad auténtica.

— Ajahn Anan Akiñcano

En este Discurso...

Como puedes ver, los días y las noches van cayendo de manera constante; cada día, cada noche, pasan. Y el Buda nos enseñó a ser diligentes (appamāda). Esta fue la última enseñanza que el Buda dio, por su bondad y su compasión. En total dio 84.000 enseñanzas, que hemos separado en los sutta, el Vinaya y el Abhidhamma. Pero si reunimos todas estas enseñanzas, se pueden resumir en ser diligentes, o en no ser negligentes.

Así que deberíamos ver que es normal que a veces surjan distintos sentimientos en el corazón, y a veces estados de ánimo bastante bajos, decaídos, o sensaciones de melancolía pueden aparecer. La mente simplemente no está en paz, está muy inquieta. Y en la época actual podemos ver cómo hay muchas personas que están pasando por enfermedades, que sufren mucho dolor; muchas personas están muriendo, y nos enteramos de ello por las noticias. Así que hoy en día no solo somos conscientes de lo que sucede a nuestra familia o a quienes están cerca de nosotros, sino de lo que ocurre en todo el mundo. Sabemos lo que pasa tanto en nuestro propio país como en el extranjero. Y recibir todo esto… puede agitar mucho el corazón: puede volverlo frenético, irritado, molesto; dar lugar a la ira o a la aversión, o pueden surgir sensaciones de melancolía, o incluso atracción o deleite por algunas de esas noticias.

Estos sentimientos surgen porque la mente se aferra a las experiencias sensoriales que recibe. Pero en su estado natural la mente está quieta y clara, como el agua quieta y clara. Si se le echa tinte —rojo, verde, amarillo o azul—, el agua cambiará de color siguiendo el tinte. Pero si separamos el color del agua, el agua vuelve a su claridad original. O podemos ver en un estanque o un lago que, si cae una lluvia intensa, el agua se enturbia; pero es posible tomar esa agua y filtrarla, y entonces vuelve a quedar limpia. Si quitamos lo sucio del agua, se vuelve pura y podemos usarla y beberla. O hoy en día puede haber ríos muy contaminados, y aun así es posible beber esa agua porque podemos crear máquinas o filtros que extraen la polución.

Entonces, ¿cómo son estos corazones nuestros? Reciben todas estas emociones y experiencias sensoriales. Hoy la gente quiere saber muchísimas cosas, pero por saber tantas cosas el corazón no está en paz; está realmente intranquilo, caótico, y se enreda con todos sus objetos, con todas estas experiencias sensoriales. Si nos enteramos o estamos cerca de personas enfermas o con mucho dolor, es normal que esas personas ya tengan estados de ánimo apagados o melancólicos. Por tanto, necesitamos ser cautos cuando estamos con ellas y aceptar la verdad de la vejez y la enfermedad: son cosas naturales. Y entonces elevar la atención plena (sati) y contemplar para poder comprender el Dhamma. Si contemplamos el Dhamma, puede surgir gozo en el corazón y seremos capaces de aceptar estas verdades. Pero si contemplamos de una manera que no es correcta, es posible que surjan sensaciones de melancolía; y si surgen cada vez más, la mente puede deprimir¬se. Entonces podemos empezar a pensar en nosotros mismos y en el futuro: que el futuro será así o asá. Pero eso tampoco es seguro. Tenemos estos pensamientos en el presente, “el futuro será de este modo o de aquel”, pero es realmente incierto que llegue a ser así. Lo que deberíamos hacer más bien es prestar atención a los sentimientos que hay en nuestros corazones y cultivar mucha atención plena para conocerlos, para estar conscientes de ellos.

Podemos reconducir esta mente y tener atención plena sobre ella misma. La mente tiene distintos pensamientos en su interior; distintos sentimientos; puede estar muy dispersa, llena de dudas, molesta o deprimida. Sea lo que sea, lo sabemos: sabemos lo que hay. Y esta es la naturaleza de estos estados: ser así. No es que simplemente no sintamos ningún estado de ánimo, que la mente esté siempre vacía y en paz durante el día. No es así. Lo que estamos haciendo es entrenar la mente. Y si la entrenamos bien, si contemplamos bien, puede surgir gozo en el corazón. Pero necesitamos observar la mente y no dejar que se mezcle con estas experiencias sensoriales y con los estados que sentimos, porque si lo hace puede surgir mucha tristeza. Y vemos en nuestras sociedades actuales que hay muchísima gente que siente esta depresión, esta melancolía.

Así que necesitamos encontrar algo que podamos rememorar, algo a lo que traer la mente, que despierte frescura y alegría en el corazón. Podemos rememorar al Buda, pues el Buda fue —o es— “el que sabe, el despierto, el gozoso”. Y si nuestras mentes no están gozosas, es porque están atascadas en la noción de “yo”; están apegadas a las experiencias que tenemos. Por eso quizá podamos buscar algo que hacer: tomar un pasatiempo, algo que dé a la mente alivio y paz. Podemos esculpir una imagen del Buda, dibujar un cuadro, quizá incluso escuchar algo de música. Buscamos un método, un medio para darle a la mente un respiro. O podemos ejercitar el cuerpo para que se sienta energético y renovado.

En la práctica de meditación, miramos y conocemos el estado de la mente. Si nuestra atención plena es buena, sabremos: “ahora mismo la mente está deprimida”. Quizá rememoramos la muerte: que debemos envejecer, enfermar y morir. Y puede que pensemos: “¿Cuál es el sentido de hacer nada? ¿Por qué actuar, si de todos modos voy a morir? ¿Qué sentido tiene?”. Yo mismo pensé así antes: recordaba la vejez, la enfermedad y la muerte, pero esto solo me llevaba a la complacencia. Pensaba: “Me limitaré a esperar a que llegue la muerte, total, tengo que morir”. Pero esto es contemplar de una manera incorrecta; no es lo que el Buda quería que hiciéramos. Él enseñó a no ser negligentes, a no embriagarnos ni caer en la complacencia. Enseñó a encontrar y recorrer esta senda de práctica que da lugar a la paz interior.

Por tanto, al entrenar necesitamos inteligencia en ese entrenamiento. Cuando nos encontramos con estados de ánimo o con experiencias sensoriales, necesitamos atención plena: saber qué es eso; saber que ahora la mente está triste, que está deprimida. Y podemos enseñarnos a nosotros mismos que esas cosas no son seguras: cambian. Preguntarnos: ¿Quién es el que está triste? ¿Quién es el que está lleno de dudas? ¿Quién es el que está caótico? Si conocemos estas cosas a tiempo —si nuestra atención plena y nuestro conocimiento están a su altura—, entonces cesa: hay solo surgimiento y cesación, y ya está. Si nuestro conocer no es suficientemente rápido, surgirá un sentido de “yo” que se cuela, y entonces lo tomamos como “yo soy el deprimido, yo soy el disperso, yo soy el lleno de dudas”. Así aparece el sentido del yo. Por eso tenemos que recordarnos, advertirnos, instruirnos: estas cosas no son seguras… cambian, y podemos observarlo.

También podemos intentar medios externos para aliviar estos sentimientos, para suavizarlos: mirar paisajes que nos gusten, ir a ver el mar o al campo, o mirar las montañas. O pensar en el Dhamma o en el Buda: ver cómo el Buda lo sacrificó todo por nosotros para comprender el Dhamma. Aun teniendo que pasar por tantas dificultades, dolor y sufrimiento, estuvo dispuesto a hacerlo por el bien de todos los seres. Entonces, ¿por qué deberíamos sentirnos tan decaídos, tan deprimidos? El Buda ya enseñó el Dhamma, enseñó este sendero de práctica. Rememorando al Buda, la mente puede alegrarse con facilidad.

También debemos ser cautos cuando practicamos, porque si forzamos demasiado, esto puede volver la mente aún más intranquila, todavía más caótica. Es normal que a veces haya paz y a veces no. Debemos ser prudentes con el esfuerzo que empleamos; quizá la mente todavía no está lista. Nos decimos que es natural sentir estos estados de depresión o melancolía; es normal, todos los seres han sentido esto en el pasado. Incluso algunos arahant antes de realizar el Dhamma tuvieron que atravesar estas emociones. Como la gran arahant bhikkhunī Paācārā Therī: sintió la forma más extrema de depresión, pero pudo escuchar el Dhamma, su mente se recogió y alcanzó la corriente (sotāpatti). Contempló la naturaleza de la vida: que, al nacer, nuestra vida no es segura; algunos mueren en el vientre, otros de niños, otros de jóvenes, de mediana edad o de ancianos. Y contemplando así, alcanzó el estado de arahant. Estaba observando el Dhamma, viendo las cosas externas con ojos de Dhamma. Estaba lavándose los pies y vio cómo el agua se filtraba en la arena; lo contempló y lo trajo hacia adentro, y pudo entenderlo como una enseñanza de Dhamma. Pasó de una depresión tan extrema a realizar el Dhamma. Así que es posible que emociones como la melancolía o la depresión den lugar al Dhamma para nosotros.

Deberíamos intentar entrenar la mente exactamente ahí, en ese punto: observar, conocer lo que está ocurriendo, y enseñarnos que la mente es una cosa y sus objetos son otra. Si la mente se apega y se entreteje con ellos, es como el agua mezclándose con el tinte. Necesitamos conocer estas cosas y que nuestro conocer vaya a su ritmo: esto es la práctica. Si no somos capaces aún, podemos preguntarnos: “¿Durará mucho este estado de depresión?”. Podemos elevar un canto —el que nos traiga alivio— y usarlo con frecuencia. O contemplar: “¿Qué sentido tiene estar deprimido así? ¿Me aporta algún beneficio?”. Realmente no nos da provecho, no tiene sustancia ni esencia, no aporta valor a nuestra vida. Contemplamos y, gracias a ello, algunas cosas mejoran. Luego acumulamos bondad y rememoramos la bondad que hemos hecho: la generosidad, los apoyos que hemos dado al Budismo —ofrecer cosas materiales, construir edificios—. Recordamos las enseñanzas del Buda: ayudarnos mutuamente y aliviar el sufrimiento de otros seres. En lo que podamos dar asistencia, lo hacemos; y con ello la mente se alegra en el bien que vamos creando. La mente queda en un estado bello, porque somos personas que se sacrifican y saben dar.

Al vivir juntos, necesitamos ayudarnos; tener bondad y compasión unos con otros; eso da valor a nuestras vidas. No nos abandonamos mutuamente para que cada uno simplemente “siga su kamma”. En la situación actual del mundo, si hiciéramos solo eso —permitir a cada ser seguir su kamma—, sería una ecuanimidad, pero una ecuanimidad incorrecta. Debemos ayudarnos según nuestras energías. Entonces podemos rememorar el bien que hemos hecho, y surge alegría en el corazón. O quizá podemos contemplar o mirar una imagen del Buda que nos parezca muy hermosa; usarla como objeto del corazón puede suscitar mucho arrobamiento y alegría, y permitirnos atravesar estos sentimientos de depresión.

Es normal que, cuando el clima es de cierto modo —si llueve muy fuerte durante días, si hace mucho frío y no podemos salir, o si llevamos enfermos mucho tiempo—, surjan estos sentimientos de depresión. Podemos pensar: “¿Por qué estoy así? Otros de mi edad, o incluso mayores, no están enfermos”. Empezamos a compararnos, y eso trae tristeza; surge melancolía. No es correcto pensar así. Debemos aceptar que estas cosas son normales, aceptar la normalidad de todo lo que ocurre. No podemos escapar; no podemos huir. Debemos encontrar un medio para proteger nuestras mentes del engaño. Si no podemos aceptar la normalidad y la realidad de estas cosas, entonces surgen tristeza y sufrimiento.

El Buda enseñó las Cuatro Nobles Verdades: tenemos que encontrarnos con el sufrimiento; con un cuerpo y una mente que están incómodos o intranquilos; con estados mentales deprimidos. Esto es sufrimiento. ¿Por qué surge? Porque nos apegamos a “yo” y “mío”. Debemos entrenarnos; si no practicamos, nunca podremos escapar: moriremos y volveremos a nacer una y otra vez. Por eso hay que entrenar la mente. La oportunidad que tenemos ahora es muy buena: hemos aprendido los principios de la práctica que enseñó el Buda, y debemos ponerlos en práctica, probarlos de verdad.

Es como algunos que estudian el arte de cocinar. Al inicio, no siempre sale bien: prueban un plato, lo saborean, corrigen, ajustan, y a medida que ajustan, el sabor mejora. Nuestra práctica es igual: tenemos que intentar entrenar, y es normal que haya algo de conocimiento y algo de engaño. Vamos corrigiendo, mejorando; y también dependemos de las instrucciones de los grandes maestros. Yo, cuando me quedé con Luang Por Chah, él dio muchas enseñanzas a los monjes y comprendimos mejor los principios de la práctica: cómo no involucrarse en el gusto y el disgusto; cómo la mente centrada, en el medio, está en el camino de ver el Dhamma. Nos enseñó que, cuando recibimos experiencias sensoriales, intentemos no permitir que la mente vaya al gusto o al disgusto. Practicamos, cultivamos las pāramī, a diario, y poco a poco las cosas mejoran.

También necesitamos estar atentos a nuestras mentes, “probarlas”, observarlas y saber qué ocurre, igual que un médico examina enfermedades o entrevista a un paciente. Con nuestras mentes es igual: debemos examinarlas, entrevistarlas, saber qué “enfermedades” hay en ellas. Cuando las diagnosticamos bien, encontramos la cura correcta. Podemos preguntarnos: “¿Está deprimida mi mente ahora? ¿Está dispersa?”. Realmente solo hay ciertas cosas que la agravan: el deseo sensual, la inquietud, la aversión, la duda o la somnolencia. Debemos conocerlas todas. Si surgen con frecuencia, normalmente el culpable es moha, la ignorancia. Hay tres raíces: codicia, aversión y ignorancia, estas tres raíces de lo no hábil; pero también existe la ausencia de codicia, aversión e ignorancia. Debemos tener atención plena sobre ello; cuando hay atención plena, puede surgir sabiduría.

Al nacer como humanos, es normal sentir “yo” y “mío”. Cuando tomamos conciencia de que nuestra vida termina en la muerte, quienes tienen inteligencia se dedican a practicar el Dhamma: practicar el Dhamma, cultivar pāramī, dar lugar a cualidades hábiles. Si surgen emociones no hábiles, necesitamos encontrar algo para corregirlas, curarlas: enseñarnos a nosotros mismos que no son seguras, que no son yo ni me pertenecen. Si nuestra atención plena mejora, el samādhi se establece bien y surge sabiduría.

A veces, en la práctica, sati (la atención plena) está muy clara: al observar la respiración somos claramente conscientes de ella junto con la palabra de meditación “Buddho. Con el tiempo, la palabra de meditación desaparece por sí sola; no debemos forzar que vuelva: dejamos que sea así, estando conscientes de la inhalación y la exhalación. Luego la respiración se vuelve cada vez más sutil, pero de nuevo no debemos forzar que sea como antes: sea como sea, lo conocemos tal cual es. Y al final no hay percepción alguna de la respiración; solo hay quietud interior. Esa quietud puede reunirse en un punto; mantenemos atención plena ahí, conociendo la propia mente. La atención plena puede reunirse, o la mente misma puede reunirse en el frente o en la punta de la nariz; sabemos que está así y que nuestro samādhi ha alcanzado cierto nivel. Si la mente prolifera, nos decimos: “No es seguro; cambia”, y somos conscientes de esas proliferaciones. Quizá la mente pueda permanecer en ese estado pacífico mucho tiempo —una, dos, tres horas—; somos conscientes de esa paz interior. Tal vez la sabiduría aún no surja; no hay que apresurarla: simplemente estar con esa quietud. Y quizá, de repente, algo ocurre: vemos caer una hoja y contemplamos la inconstancia de las cosas, cómo todo cambia. Podemos ver un aspecto de la naturaleza y comprender su realidad. Como Paācārā Therī: estaba lavándose los pies; contempló el agua; su atención plena estaba muy bien establecida; había cultivado pāramī durante largo tiempo, y pudo pasar de una depresión muy profunda —más extrema imposible— a una quietud y paz internas muy profundas y excelentes; con el tiempo, realizó el Dhamma.

Esta práctica sigue causas y condiciones. Continuamos, y un día puede surgir una visión clara. Quizá estemos trabajando en la cocina y contemplemos lo que hacemos: “¿Por qué tengo que cocinar así cada día? Porque necesitamos comer. ¿Y por qué necesitamos comer? Porque si el cuerpo no recibe alimento, duele”. Vemos el sufrimiento en el cuerpo; contemplamos la naturaleza del sufrimiento —esta Noble Verdad—. Por eso seguimos cada día, intentando resolver el sufrimiento que surge en nuestras mentes.

Podemos contemplar la muerte y esforzarnos en sentarnos en meditación y caminar en meditación, intentando levantar la energía. Un día la mente se reúne y obtenemos conocimiento; contemplamos cómo las cosas son inciertas y surge sabiduría. Esta sabiduría es una riqueza interna que verdaderamente nos pertenece: el Buda la llamó una “riqueza noble”, lejos de los enemigos. Vemos que los desastres naturales pueden ocurrir fácilmente: puede llover durante muchos días, una tormenta fuerte causar una inundación que dure días, destruir pozos o incluso vidas. Vemos que estas cosas no son seguras porque son riquezas externas, y es natural que estén sujetas a ello. Pero esta riqueza interna —fe, esfuerzo, atención plena— es algo que verdaderamente nos pertenece.

Debemos usar esta oportunidad para entrenarnos. Habrá días con paz y días sin paz: no te preocupes; sigue. Si hay somnolencia, preséntale batalla; no te dejes llevar por el deseo de dormir, de comer, de hablar: cosas que no aportan beneficio real. Aunque los laicos tengan mucho trabajo, háganlo con atención plena tanto como puedan, cumplan sus deberes lo mejor posible y por medios éticos y morales. También necesitamos entrenar la mente, porque hemos nacido en esta vida y entrenarla da gran valor a nuestras vidas. Tenemos ahora esta oportunidad de cultivar el corazón: pongamos el corazón en ello.

Es normal que, al nacer, experimentemos muchos estados de ánimo; intentemos soltarlos. Si aún no podemos soltarlos, soportemos; hagámoslo cada día, y un día surgirá conocimiento. Si nos sentimos desanimados, con ganas de renunciar, no sigamos eso; no permitamos que la mente se vuelva cada vez más caótica. Hoy, con lo que sucede, es muy fácil que surjan sentimientos de melancolía; debemos ser muy cautos y ver que la mente es solo mente: no es un ser, no es un yo, no es otro.

Que todos ustedes pongan el corazón en esto.

☸ Texto leído y traducido al español por KarunaPura a partir de las enseñanzas del Venerable Ajahn Anan Akiñcano. Para conocer más a Ajahn puedes visitar su canal (Youtube) o el sitio de su monasterio donde realiza retiros presenciales y online (sitio)

Jordi Clement

Autor Jordi Clement

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